Por: Alain Gutiérrez
José es un alma que se manifestaba a través de Leocadia. Por mediación de ella se comunicaba con los demás, daba consejos, curaba. Hoy en día no faltan las flores en la tumba de Leocadia.
La primera vez que escuché hablar del Hermano José fue por boca de mi tía. Decía ella que era un espíritu muy milagroso y que le había concedido muchas cosas. Me resultó llamativo por entonces el símbolo que tenía entre vasos de agua. Una estrella de siete puntas formada por rombos de siete colores diferentes y la palabra José. Por mucho tiempo le he seguido oyendo sus historias y sus recomendaciones de fe.
Su símbolo es una estrella de siete colores
Tiempo más tarde encontré una bóveda en el habanero cementerio de Colón con la estrella y muchas jardineras con mensajes de agradecimientos. Luego supe que los 19 de marzo allí le tocaban un violín a José. Quise entonces saber un poco más del asunto y me llegué aquel 19 al lugar de encuentro de sus creyentes.
El 9 de diciembre de 1900 nació Leocadia Pérez Herrera. Dicen que desde niña ya tenía el don de ver y hablarles a las personas acerca de su futuro, pasado y presente. Años más tarde, en el municipio de Arroyo Naranjo, Leocadia tendría su templo. “Antes se reunían en el templo el 18 a esperar el 19. Tá José era un congo con un bastón sentado en un taburete”, dice Rosa Rodríguez, una devota del Hermano José a quien encontré junto a varias personas en la tumba de Leocadia.
José es un alma que se manifestaba a través de Leocadia. Por mediación de ella se comunicaba con los demás, daba consejos, curaba. Según Rosa Rodríguez, ha tenido 59 etapas en la tierra. “Fue José Juan, fue Caruso, fue Salomón. Lo dijo él en una de sus sesiones”, afirmó. “Además habló de que era la última vez que estaría de esa forma en la tierra, que volvería en el vientre de una mujer. Pidió además, que nunca dijeran su verdadero nombre”.
A una cuadra del Café Colón estaba la casa de Leocadia y a su lado el templo que ahora es una textilera. Cuentan que allá iba a consultarse la esposa de Batista. Al templo acudían muchas personas que hacían cola desde la madrugada para ser vistos por José. Leocadia salía y llamaba a la gente que le parecía tenía problemas de verdad. A los demás les decía que se fueran que estaban bien y no necesitaban de él.
“Él nunca venía cuando llovía. Una vez dijo que pararía de llover a las nueve y que a esa hora empezaría a consultar. Y así fue”, comenta otro de los creyentes.
José Antonio tenía 10 años cuando en el templo vio levantarse a Herrera, el dueño de la bóveda donde descansa Leocadia. Recuerda que le dijo ¡levántate! Y lo levantó del sillón de ruedas donde estaba postrado por problemas en las piernas. Tiene esa imagen grabada en la cabeza. Herrera dio unos pasos y luego se sentó. Dicen que tiempo después sí logró caminar. Según José, quizás su enfermedad no era muy grave.
Una pareja de fieles, 68 años de casados, quienes prefirieron no dar sus nombres, me dieron su testimonio. “Hace 50 sabemos de José. Mi mujer tenía un problema en el seno. Fuimos al templo. Él vino caminando y preguntó si teníamos un problema, que preguntáramos. Nos recomendó un médico y ella se curó. Nunca supe si el doctor era creyente de José”, me cuenta despacio y detrás de sus gruesos espejuelos que luchan contra los más de 80 años de visión, sus ojos se abren. “Otra vez me salvó de caer en las manos de la policía de Batista mientras me revisaban el carro. Escondía 500 bonos del 26 de Julio y no los descubrieron. Revisaron el carro entero, las gomas, el maletero, y no se les ocurrió levantar el pequeño cofre que cubría los bonos. Solo le pedía bajito a José que me ayudara. Para él mandé a imprimir unos anillos para tabacos. Todos los años le prendo uno y se lo pongo en la tumba”.
Rubén Suárez es uno de los tres hijos de Leocadia. Un negrito bajito y de ojos saltones. Tenía 83 años en el momento que se hizo este trabajo (hoy lamentablemente no está entre nosotros) y todos los años iba a la tumba de su mamá al violín. Los demás esperaban siempre su llegada para comenzar.
“Nunca sabíamos cuándo era José y cuándo ella. Era algo muy extraño”, me cuenta. “Ella nos decía: Fíjense, hay días en los que yo no estoy aquí”. Cualquier problema que tuvieran sus hijos ellas les recomendaba que le pidieran a José, no a ella. Sin embargo, Rubén entre risas me dice: “A veces me levantaba de madrugada para agarrar turno para verme con José como si no fuera con mi mamá. Cuando llegaba José, me decía que a mí no.
Muy contento me habló de cómo en el Museo municipal de Arroyo Naranjo hay una vitrina con fotos de su mamá y una referencia a ella como personaje célebre del municipio, y en sus ojos se asomaba el sano orgullo familiar. “Mi mamá era algo sobrenatural. Con perfume, flores, agua y rezos lo solucionaba todo. Yo hago lo mismo que cualquiera. Le pido y vengo aquí como si no fuese el hijo de Leocadia”, concluye.
Cierto día Leocadia le dijo a su familia que solo iba a estar con ellos dos años más. Que no lloraran. En 1962 cae enferma de cáncer y muere el 1ro de junio de ese mismo año. A pesar de eso la gente siguió yendo a visitar su casa.
Del Hermano José solo se hizo un retrato. Lo pintó un vidente sin ser pintor. Según cuenta la gente, muchas personas intentaron hacerle fotos al cuadro y a Leocadia mientras pasaba a José, pero nunca salían las imágenes. El cuadro fue enterrado con Leocadia. Dicen que reposa en un ataúd de bronce, aunque nadie en el lugar puede afirmarlo. Al entierro asistieron muchísimas personas.
Hoy en día no faltan las flores en la tumba de Leocadia. Una señora limpia varias veces a la semana el granito que guarda los restos de esta mujer que repartió fe entre muchos. José una vez dijo que su instrumento en la tierra debía ser una persona que nunca hubiese probado la sal, o sea, que lo preparaba desde el vientre mismo. Aún nadie tiene noticias de si ha vuelto o no. Quizás venga como persona y no como espíritu. No obstante, su aura estimula la vida de muchos en Cuba.
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