Por: Ramón Torres
El 14 de marzo de 1892 José Martí fundaba en el exilio neoyorquino el periódico Patria, con el fin de que la revolución libertaria tuviera un órgano ideológico para su lucha “con todos y para el bien de todos”. Por eso los cubanos celebran en esa fecha el Día del trabajador de la prensa, aunque otras latitudes tal vez lo hacen en un momento diferente.
Lo curioso es que resulta muy moderado el conocimiento acerca de la prensa cubana, de su historia, de sus periodistas; sobre todo por la sobrevaloración que se le ha dado al fenómeno en los últimos tiempos, cual si se tratara de una práctica casi exclusiva de la etapa revolucionaria, pues —a decir verdad— se soslayan muchos logros de la República, como recordara Monseñor Carlos Manuel de Céspedes, entrevistado por un grupo de comunicadores para el libro Periodistas cubanos de la República, 1902.1958 (Ed. Temas, 2015) :
“Solo mencionar su nombre implica detenerse en aclaraciones… La llamada República es, sin dudas, una época compleja de la historia cubana: no solo por lo que fue, sino por los tabúes y velos de silencio que la siguen cubriendo hasta hoy”.
Si sumamos la constante repetición de que antes del Primero de Enero de 1959 todo el sector negro y mestizo era analfabeto, ello nos condiciona a suponer la total ausencia de periodistas no blancos en períodos precedentes.
En el volumen señalado, el historiador de La Habana, Eusebio Leal, llamaba igualmente la atención al respecto:
“(…) toda la historia republicana es muy importante para su estudio; porque se corre el riesgo siempre de simplificaciones, de reducciones muy mecánicas, en las cuales falta la capacidad de investigar situaciones concretas nacionales e internacionales, el papel de las grandes personalidades en la historia de Cuba, el de las vanguardias políticas y culturales que fueron tan importantes y que borran por completo la imagen del proceso republicano como desierto de virtudes”.
Por eso es preciso comprender que durante el andar anterior se fortaleció el periodismo moderno en la Isla, aparecieron la radio y la televisión, y se expandió un modelo de prensa llegado hasta nuestros días.
Entre las figuras descollantes del oficio encontramos, por ejemplo, al trío precursor de una literatura nacional: Regino Eladio Boti, cuya pluma brilló en publicaciones seriadas como El Pensil, Oriente Literario, Renacimiento y Orto; Agustín Acosta, quien colaboró en Letras, el Diario de la Marina o Carteles; y José Manuel Poveda con trabajos en El Cubano Libre, La Voz del Pueblo y El Managui. Ninguno de los tres autores clasificaba como blanco.
Siempre se ha creído que todos los negros desconocieran la escritura: otro de los mitos que si se quiere analizar con rigor científico la historia, es preciso derrumbar; porque, pese a las evidentes muestras de discriminación racial, el advenimiento de la República estimulo la instrucción de numerosos grupos desfavorecidos hasta entonces. Además, ya muchos “pardos y morenos” sabían leer y escribir desde principios del decimonónico, cuando se establecieron escuelas públicas en Los Barracones, Los Sitios o el barrio de Jesús María, de acuerdo con informes del investigador Pedro Deschamps en sus pesquisas El negro en la economía habanera y Contribución a la Historia de la gente sin historia.
Desde luego, lo anterior no quiere decir que tuvieran igualdad real las personas negras y las blancas, solo que de acuerdo con un estudio del doctor Alejandro Fernández sobre el debate racial, al menos la mitad de los primeros sabía leer a principios de la vigésima centuria. Claro, cuando se va ascendiendo en los niveles de enseñanza, ahí sí es marcada la diferencia.
De cualquier modo, una cantidad notable de los mejores exponentes del periodismo cubano eran negros, quienes elaboraban sus productos para su sector poblacional, también ávido de conocimiento. Ahí están, desde que se decretó la Ley de Imprenta en 1887, Juan Gualberto Gómez, Martín Morúa Delgado, Rafael Serra y Lino D’ou.
Sin embargo, casi olvidados son los nombres de Armando Pla, Tranquilino Masa y Ramón Vasconcelos, cuyo verbo iluminó nutridas páginas de los periódicos más encumbrados en las primeras décadas del siglo XX.
Si Nicolás Guillén y Marcelino Arozarena figuran como dos de las incuestionables glorias del periodismo cubano que se mantuvieron fieles al proceso revolucionario, otros prestigiosos intelectuales resultan casi desconocidos por no comulgar con este. En cambio, los aportes de Gustavo Urrutia con su sección “Ideales de una raza” y de Gastón Baquero como editor jefe del propio Diario de la Marina no dejan lugar a dudas.
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