domingo, 30 de septiembre de 2018

Enyoró: donde los muertos danzan


Ramón Torres Zayas
Los abakuá despiden a sus muertos en una ceremonia religiosa que llaman enyoró.

Diversos estudiosos se han referido al modo de despedir a los muertos por parte de los sectores negros y mestizos en la Cuba decimonónica, muchas de cuyas prácticas han llegado hasta fecha, cada vez más mezcladas, mas mestizas, mas cubanas. Es aquí donde entroniza nuestro objeto de estudio específico: la Sociedad Abakuá.
De acuerdo con la investigadora Oilda Hevia (2011, p. 77), en el siglo XIX (etapa cuando surge el ñañiguismo) las ceremonias fúnebres se corporeizaban generalmente a partir de los testamentos, y la mayoría de sus ceremoniales eran asumidas por cofradías, hermandades u órdenes religiosas.
En el período se advierte una polarización extrema respecto a ciertas dinámicas y prácticas al interior de la estructura socioclasista en relación con el orden instituido —admite, sin embargo, Ana Camila Baltar—. Fueron los sectores bajos los más vulnerables frente a la realidad epocal; los raseros que edificaba en torno a la vida y la muerte una sociedad elitista y racista como la decimonónica, condenaba a la omisión a buena parte de la población negra y mulata (2014, p. 105). 
Así, muchas de las prácticas relacionadas con la muerte entre los sectores desposeídos fueron ignoradas, eclipsadas o invisibilizadas por la historiografía oficial, y ni siquiera la literatura ha sido muy favorable al respecto, quizás con la intensión o esperanza de que, ante la no mención del fenómeno, desaparecería paulatinamente del escenario cubano. Hoy se sabe, por ejemplo, que el 27 de noviembre de 1871 no solo fueron mártires aquellos ocho estudiantes de Medicina, sino que cinco negros, presuntamente abakuá, también murieron en una abierta protesta armada contra el fusilamiento y, aunque sus partidas de enterramiento se hallan asentadas en la iglesia de nuestra señora de Monserrate y se consigna que fueron enterrados de limosna en el cementerio de San Antonio Chiquito (Quiñones, 2014, pp. 106-107), no se abunda en nombres ni generales conocidos; mucho menos se detalla acerca del tipo de despedida que dé cuenta sobre algún ceremonial que siempre hacen los miembros de la hermandad abakuá cuando pierden a un hermano.
Lo los rituales funerarios, ya desde aquella época, se afianzaban en un tipo de interacción matricialmente abierta, híbrida, mezclada, receptivas a ciertos elementos de las prácticas católicas y a mantener el orden vinculante con determinadas raíces ancestralmente africanas, más ligadas en términos identitarios a lo espiritual, que se enlazan a nivel performántico-gestual, con la música, el baile, los cantos, la comida-bebida, en una suerte de fiesta mortuoria primigeniamente desacralizadora, para quienes desde su esencia más ontológica esta “nueva vida” no encontraba lugar de paz sino en la enajenación o en la muerte, en espontánea antinomia respecto a los actos católicos de extremaunción (Baltar, ob. ct., p. 109). Una manera de cómo este tipo de ritual se conserva hasta la actualidad, lo pudiera ejemplificar el velorio de Gregorio Hernandez (Goyo), Moruá de Uriabón Efí Brandi Masongo, los días 7-8 de enero de 2013 en el Palacio de la Rumba, donde, luego de la “limpieza” en la funeraria Marco Abreu, de Zanja y Belascoaín, se procedió a despedir con una suerte de fiesta.
El ñañiguismo no puede desvincularse de las creencias africanas acerca de la influencia que ejercen los antepasados (espíritus), por lo que en todas sus ceremonias religiosas se les convoca a los íremes para garantizar el desarrollo del acto ritual. Pero en el enyoro, angoró o llanto (culto funerario) se precisa del íreme Anamanguí, el guardián de los muertos, a diferencia del plante y el baroko, que son actividades festivas.
El objetivo de las prácticas mortuorias al estilo africano era ayudar a las almas en el retorno a su tierra de origen; pero, influidos por el contexto cubano, resultó que el ritual más importante recayó en la vigilia (Hevia, 2010: 71), un momento que aunque exclusivo de la religión católica y opuesto a las tradiciones africanas, sentó bases que alcanzan nuestros días.
Los africanos preferían el horario nocturno, ya que trabajaban durante el día y muchas veces no podían trasladarse fácilmente desde sus lugares de residencia al lugar donde se efectuaba el velorio.  De cualquier modo, aunque de manera discreta, existen referencias de que en las ceremonias mortuorias se reprodujeron cantos y bailes de tambor a la usanza de las tierras ancestrales, perpetuando la creencia de que los espíritus errantes podían observarlos. 
En el intervalo entre la muerte y la sepultura, el cadáver se preparaba con vistas a “entrar” lo mejor posible a la vida eterna. La ceremonia mostraba no solo un significado religioso, sino también humano y, por lo común, los ekobios se encargaban del ritual, como ocurre actualmente. También los africanos tenían la costumbre de colocar dentro del ataúd animales y objetos personales en concordancia con la jerarquía del difunto. De ahí la costumbre de incorporar, siempre que sea posible, un gayo junto al difunto. No obstante, en los entierros se va desdibujando la esencia de lo sagrado que tenía el acto funerario en sus naciones de origen.
En la práctica, el significado mítico-religioso de las sepulturas se invirtió, pues si bien en África los muertos se enterraban junto con los demás miembros del clan, ya que los sepulcros representaban la unidad clánica y familiar, la manera en que eran inhumados en la Isla simbolizaba la separación de sus familiares y sus tribus, la pérdida del sentido de unidad y pertenencia a un sitio. Simbolizaba, en fin, la ruptura con su pasado y sus orígenes.” (Hevia, ob. ct., p. 92)
Para aquella época —se ha dicho— los muertos se enterraban en las iglesias y conventos, lo cual fue revocado por el Obispo de Espada, quien esgrimió razones higiénicas para su cese, por lo cual se construyeron los camposantos, entre ellos, el primer cementerio habanero (1806), que proyectó las inhumaciones en una división de cuatro partes, de las cuales, las dos de la puerta de entrada estaban concebidas, a la derecha para las personas negras, y a la izquierda para las mestizas, quedando perpetuada, incluso después de la muerte, las diferencias raciales, aunque muchos considerasen que estas significaban los umbrales de la vida eterna, donde todos serían recibidos como iguales. 
Nos dice Camila Baltar (ob. ct., p. 111) que resultaba harto importante, dentro de los reglamentos de las cofradías, acompañar el cadáver hasta su morada final en las necrópolis, costumbre que con más o menos ajustes, en dependencia de si el sepelio es en la ciudad o en un pueblo del interior, ha llegado hasta nuestros días. Como los entierros no podían pasar por avenidas principales, paseos o sitios de esparcimiento, se elegían caminos colaterales para cumplir los referidos mandamientos. 
Entre los abakuá, el acto de conducir al fallecido hasta el sepulcro va acompañado de cánticos y bailes. En la Necrópolis de Colón se han dado numerosos casos de entierro, con la singularidad de que en el recinto radican panteones pertenecientes a los juegos Usagaré Mutánga Efó (38247-38248), autodenominada Sociedad Unión mejor entendida, con la ubicación SO 12 CC. Por su parte, el número 45329 recoge a la Gran Logia Abakuá  Ekeregua Momi, con ubicación SE 4 CC; mientras que iniciados Isún Efó manifiestan tener también su propio panteón desde 1959, sin que se haya podido precisar su ubicación exacta en el momento de redactar el presente trabajo.
Durante la ceremonia cementerial, el féretro es cargado en hombros por parte de los ekobios justo antes de traspasar el umbral cementerial, y siguiendo el ritmo de los cánticos de despedida en lengua nativa, es conducido hasta la iglesia para realizar la liturgia católica. Este trayecto puede incluir otras prácticas litúrgicas de religiones como la santoral, que incluye ropas características de dicha religión y actos como el avance y retroceso del féretro en su andar hasta el destino.
Finalizada la actividad católica, retoman el féretro en brazos hasta el sitio donde ha de ser depositado. Antes, durante y después de realizado el enterramiento se mantienen tocando sus instrumentos y entonando los cánticos religiosos (Céspedes & etal, 2013, p. 6).
El enterramiento se realiza igual para todos los miembros por igual, sin diferencia alguna entre plazas u obonekues, pues  en ese momento no se tiene en cuenta la jerarquización que sí se establecerá a la hora de efectuar el enyoro, en el templo.
En el llanto, se insiste, ha de presentarse el íreme Anamanguí. Algunos documentos reflejan que antiguamente se lloraba el mismo día de la muerte de un iniciado, como recoge la siguiente cita:
El fallecimiento de un ecobio es comunicado a todos los miembros de la sociedad a quienes se invita a participar con su presencia y aporte material dado que su familia no debe pagar por él (…)
(…) se “limpian “ y “rayan” el fambá, los objetos litúrgicos y el ataúd, todos enlutados; se oculta al sese en el fambá, ahora batamú ñampe o “cuarto del muerto”, pues por ser la “madre naturaleza” y siendo natural que el cuerpo perezca, no debe presenciar ni el funeral ni los sacrificios: es cubierto con un paño blanco (…) forrados de negro, cruzados, se sitúan los tres itones; el tambor nkríkamo, junto al sese, no se cubre ni oculta pues por ser un “torturador de vida” no se apiada del muerto; el tambor mpegó, al pie del altar, se forra de negro (…)
Se “raya” el cadáver con los mismos signos de la iniciación, pero sólo en blanco; al gallo que se le sacrifica no se le arranca la cabeza ni se utiliza la mokuba; como pertenece al muerto, es colocado dentro del ataúd, como una almohada sobre la cual descansar su cabeza, para que se entierre junto con él, para que el muerto se conforme con este otro muerto y no intente llevar consigo a uno de sus moninas (Sosa, 1982, pp. 245-246)
Y, sobre la actividad del íreme de los muertos, nos ilustra el citado autor:
 (…) Con el íreme se presenta una legión de espíritus de abanekwes, antiguos miembros de las sociedades secretas cuya presencia es indispensable en el nlloro para que reciban al monina que irá a hacerles compañía.
(…) Vestido de negro, con bordadas carabelas y tibias entrecruzadas, Anamangüi lleva en la cintura, en lugar de los metálicos nkanikas, un cencerro de madera que produce un sonido bronco y, amarrada al tobillo, una cadena para apresar el espíritu del muerto si este se negara a acompañarlo.
Acongojado, patético, mira al difunto, lo abraza, trata de determinar si duerme o si, en efecto, es sólo un cadáver; baila alrededor suyo y, de pronto, convencido de su muerte, se torna amenazador (ob. ct., p. 247)
Cuando las leyes coloniales prohibieron cualquier actividad abakuá, estos tuvieron que ingeniárselas para “llorar” a sus muertos. La sórdida persecución desatada por las autoridades contra toda ceremonia ñáñiga obligó a asumir estrategias de conservación ritual y,  ante la dificultad de tener físicamente al  difunto, se instituyó un enyoró separado para que su alma no vagara por el mundo. La propia práctica cotidiana generó que, además de la despedida que se le da al muerto en la funeraria, se llore luego en el templo (generalmente en grupos) a través de una fiesta donde se bebe aguardiente o ron, solo que con un toque musical más apagado gracias a que los instrumentos se destemplan para que el sonido sea lúgubre.
Revisitar las prácticas abakuá relacionadas con la muerte, dice mucho en términos comunicativos e interaccionales, pues las dificultades de las vidas de estas personas generaron nuevos espacios discursivos, nuevas dinámicas, y expresan cuánto quieren y pujan por comunicar: amor, odio, desesperación, búsqueda de espacio negado, cercanía con el creador. Y, ciertamente, las prácticas culturales, cualquiera sea su signo, explicitan desde la acción creadora y transformadora el universo simbólico de apropiación frente a una concepción del mundo. 
Fuentes
Cabrera, Lydia. (1958) La Sociedad Secreta Abakuá. Colección Chichericú. Ed. CR.
Céspedes, Laritza, Katia Hernández y Antonio Infante. (2013) “Ceremonia de enterramiento abakuá en el Cementerio Critóbal Colón”. Ponencia presentada en el XVII Taller Científico de Antropología Social y Cultural Afroamericana. Casa de África.
Hevia, Oilda. (2010) Prácticas religiosas de los negros en la colonia. La Habana, Instituto de Historia de Cuba.
Baltar Rodríguez, Ana Camila. Más de Sangre que de Sol. Acercamiento a las prácticas culturales de orden festivo/religioso y asociadas con la muerte, sustentadas por los sectores negros y mestizos en el espacio público habanero durante la Tregua Fecunda. Tesis de pregrado para la Licenciatura en Comunicación Social, 2014.
Torres Zayas, Ramón. (2015) Abakuá (de)codificación de un símbolo. Panamá, Ed. Aurelia.
Sosa, Enrique. (1982) Los ñáñigos. La Habana, ed. Casa de las Américas.

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