viernes, 19 de febrero de 2021

Cuba baila

Por: Ramón Torres
Quizá consideres un soberano ejercicio de chovinismo o exceso de suficiencia si te digo que en Cuba el baile casi forma parte del ADN de sus habitantes. Por eso, y para no pecar de absoluto, prefiero dorar la píldora y afirmar que, si bien algunos habitantes de la Mayor de las Antillas no se atreven siquiera a tirar un pasillo, lo cierto es que la mayoría de estos también “lleva la procesión por dentro”, solo que no la exteriorizan como los otros.
No es casual, entonces, que cada cierta temporada la televisión cubana convoque a ciclos de danza con el objetivo de estimular el talento de jóvenes bailadores. Lo último que tuvimos en la Isla fue una suerte de "reality show" titulado Bailando en Cuba.
Pero el fenómeno no es nuevo: a principios de los 80 del pasado siglo XX hizo furor el espacio Para bailar, de donde salieron prestigiosas figuras de la danza popular, como los hermanos Santos, los Francis y Rebeca Martínez, entre otras.
Sin embargo, ya desde el decimonónico, numerosas academias de baile se habían instaurado en nuestra población, sobre todo entre una profusa población negra y mestiza cubana, como lo demuestran investigaciones de Pedro Deschams Chapeaux y Juan Pérez de la Riva. Durante la primera mitad del vigésimo siglo, también se destacaron instituciones de ese tipo, que resultaron impulsadas por el teatro, la música de cabaret y los night club, donde descollaron figuras importantísimas como Pepe Serna, René Rivero, Estela la rumbera, Eusebia Cosme, Meche Lafayette…, por citar algunos.
En cambio, no de personas, sino de ritmos es de lo que vamos a hablar, aunque el tiro de “enganche” fueran los mencionados productos televisivos y las Academias de Baile, porque ambos tenían un punto de contacto: oxigenar nuestras expresiones danzarias, que tanto han hecho bailar al mundo.
El fenómeno es cultural, porque Cuba supo desprenderse muy pronto de los moldes europeos desde que apareció el danzón (incluso un poco antes), y ya nadie quería acordarse de la contradanza, el vals o aquellas coreografías venidas del Viejo Mundo, que quedaron confinadas a alguna que otra fiestecita de elite o en los salones almidonados de regia construcción.
Nosotros pedíamos un género más tropical, que se ajustara a las exigencias de nuestra negriblanca cultura. Y el matancero Miguel Faílde nos regaló “Las alturas de Simpson”, el danzón que abrió las puertas a lo nacional dentro del quehacer músico-danzario.
Desde luego, la sociedad “puritana” de aquellos tiempos criticó escandalizada la innovación, y protestó contra lo que consideraba “música de mala fama”, por su oriundez popular y criolla. ¿Qué de novedoso aportaba el baile? La doctora Bárbara Balbuena, especialista en danza folclórica, argumenta:
“Los movimientos corporales y espaciales de este nuevo género fueron más lentos, cadenciosos y de mayor libertad creativa que los anteriores, lo cual denota el proceso de transformación estilística que sufrió el baile de salón cubano desde la contradanza, pasando por la danza, al danzón (de donde toma su nombre). En la actualidad se considera el baile nacional de Cuba, ya que desde la fecha en que se creó, con más o menos variaciones, se mantiene con vigencia entre determinados núcleos de personas”.

Muy pocos lo bailan hoy día, pero el danzón sonó, ¡y mucho! Prestigiosas figuras como José Urfé, Antonio María Romeu, Pablo y Raimundo Valenzuela se encargaron de sostenerlo por buen tiempo.
Etiel Faílde, tataranieto de Miguel, rescata el género, y lo revitaliza con aires más contemporáneos, sin que traicione la esencia, y ha sido aplaudido no solo en nuestra Isla, sino en otras regiones caribeñas, México y los Estados Unidos, aunque hay otros países más.
Pero no solo el danzón se consagró en el siglo XIX, período que marca el surgimiento de una conciencia nacional. También es la época cuando aparece en la zona occidental del país el complejo de la rumba con sus variantes de yambú, columbia y guaguancó (algunos estudiosos agregan la jiribilla y las rumbas de tiempo de España). Esta modalidad, de manera muy similar al danzón, fue considerada al principio “baile de negros”, cosa de “gente de orilla”, hasta que en 1931 se posicionó en los salones de la “alta sociedad” y se universalizó como bien manda.

Hoy el complejo de la rumba forma parte del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, que le concedió la Unesco. Rumberos celebérrimos de talla universal fueron Ignacio Piñeiro, Chano Pozo y Benny Moré; y entre las agrupaciones contemporáneas que ponen en alto el género están Clave y Guaguancó, Los Muñequitos de Matanzas, Osain del Monte, Rumbatá y hasta un conjunto juvenil de extraordinaria calidad interpretativa: Timbalaye. Son solo estos algunos ejemplos.
Como música síntesis de lo europeo y lo africano, el complejo de la rumba acepta múltiples maneras de decir, y lo mismo puedes escuchar en tono de guaguancó una canción infantil que la más elaborada composición trovadoresca; pues, insistimos, el género lo admite todo.
Igual de sincrético es el son, otra de las expresiones más difundidas en el país y que, del mismo modo, fue tildado de lascivo e irrespetuoso en sus inicios.
“El son llegó a ser prohibido —explica el etnólogo Rogelio Martínez Furé en su obligada obra Diálogos imaginarios— , pero las capas populares continuaron disfrutando sus ritmos.
“No se bailaba en las sociedades blancas por considerarse ‘cosa de negros’, ni en las de negros finos, por mimetismo (…). Pero, poco a poco, su ‘sabrosura’ fue derribando barreras sociales. Hasta que finalmente penetró en los salones de blancos, y mucho tiempo después en las sociedades negras”.
Para algunos estudiosos, el son es el exponente sonoro más sincrético de la identidad nacional y se da de diversas maneras, de acuerdo con la región. Por ejemplo, en Guantánamo se impuso el changüí; en la Isla de la Juventud, el sucu-sucu; mientras que la capital desarrolló el son habanero.
“Desde el punto de vista coreográfico, el son se baila en parejas enlazadas, bien unidas y con movimientos de torso y caderas acentuados —nos dice la doctora Balbuena— . La mujer puede hacer vueltas alrededor del hombre, el hombre lucirse con movimientos como el tornillo, en fin, figuras de gran destreza”.
Y es que en Cuba la música y la danza se dan así de fácil, por lo que sería inacabable enumerar la cantidad de ritmos que han proliferado en esta Isla tan alegre: chachachá, mambo, mozambique, pilón… (¡ufff!).
Para rematar, hacia 1956, una sociedad de blancos que solía coincidir en el Club Casino Deportivo (hoy Círculo Social Obrero Cristino Naranjo), puso de moda la utilización del son urbano con otros géneros o modalidades de la música popular que estaban en boga. A esta innovación se llamó rueda de casino.
El hecho creativo prendió en el gusto de la juventud y fue imitado por los bailadores de otros clubes náuticos de la playa, y sociedades capitalinas: nació así el baile de casino.
Lo que en principio fueron “pasillos” organizados entre círculos de amigos, se convirtió en danza de parejas independientes, con nuevos diseños, figuras, vueltas y direcciones.
“El casino surge en un ambiente de integración de géneros, variantes o modalidades que gozaban de gran reputación en el pueblo —continúa nuestra especialista entrevistada— y, a diferencia de los bailes de salón que le antecedieron, no se le atribuye un género musical específico.
“Son muchos los factores que han influido en el apogeo del casino en Cuba y en el exterior —concluye Balbuena—, pero entre los más importantes está la dimensión que ha tomado la música salsa en el ámbito internacional. Identificado como baile de salsa cubano, se ha convertido el casino en el vehículo idóneo para disfrutar esta manera de hacer música, hecho nada paradójico si tenemos en cuenta que en ambas manifestaciones coincide el son cubano como elemento de origen”.
Son, salsa, casino, rumba…, no cabe la menor duda (y así lo corroboran los estudiosos del tema), forman parte de la evolución “sin color” de la forma de tocar y danzar en Cuba. Se han internacionalizado, eso sí, pero a nosotros nos corresponde el privilegio de haber sembrado la semilla, para poner a bailar al mundo con esos ritmos pegajosos que nos caracterizan.


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