Por: Ramón Torres
Al menos hasta ahora, el planeta Tierra es el único habitable que conocemos. Por eso hemos de acostumbrarnos a compartir con él, cuidar de él, amarlo a él y legarle un espacio saludable a las generaciones venideras.
El Día Mundial del Medio Ambiente, que se celebra cada 5 de junio, debe ser entendido como un estilo de vida para todo el año, que sobrepase el ideal de una mera fecha conmemorativa.
Sin embargo, sabemos que antiguas tradiciones, costumbres enraizadas y hábitos folklóricos conspiran a menudo, no necesariamente por un problema de “atraso”, sino por la ausencia de estrategias precisas que funjan como puentes entre el poder institucional verticalista y las prácticas culturales emergidas desde la comunidad horizontal.
Esa es una de las grandes preocupaciones del Instituto Cubano de Antropología, el Centro Nacional de Superación para la Cultura, el Instituto de Investigación para la Cultura Juan Marinello, el Departamento de Estudios Sociorreligiosos del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas, o la Casa de África de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, entre otras entidades cubanas motivadas en potenciar gestiones comunicativas transversales que involucren a actores sociales diferentes, ya como representantes del sector estatal, portadores culturales o ambos inclusive.
Ello ocurre porque, sobre todo, algunas expresiones religiosas de matriz africana (no siempre sin razón) han sido blanco de crítica por la colocación de ofrendas en los lugares más insospechados: bajo una ceiba o una palma citadinas, la desembocadura de un río en plena urbe, los márgenes la bahía, o los alrededores de un tribual, por citar algunos ejemplos que atentan contra el medio ambiente.
Ha sido una herencia colonial de cuando los cabildos quedaron confinados a pequeños espacios excluidos y periféricos generalmente, donde —bajo ciertas regulaciones— africanos y descendientes podían participar de sus rituales e interactuar con su entorno.
En La Habana existió a finales del siglo XVIII y a lo largo del XIX una zona conocida como La Sabana o Campeche, en el especio comprendido entre las calles Muralla y la Avenida del Puerto, y desde Egido hasta las inmediaciones del Convento de Belén, hacia donde las disposiciones gubernamentales empujaron numerosos cabildos. En esos lugares, como en los barrios de Jesús María, San Lázaro, Los Sitios, Pueblo Nuevo y partes del Cerro prevalecieron las costumbres africanas, con rituales de sacrificios de animales que contribuían al ya existente hacinamiento de la populosa ciudad.
La actual religiosidad de origen esencialmente africano no es expresión de ruptura con ese pasado, sino de continuidad, aunque haya cambiado el contexto. Estas prácticas aún persisten entre los cultores y están estrechamente vinculadas con la naturaleza: el agua, la flora, la fauna…, con liturgias que incluyen, muchas veces, ofrendas de animales y plantas en sitios específicos de la urbe.
“El cuidado del medio ambiente es esencial —considera la máster Inaury Portuondo, especialista del Museo Casa de África—. Los desechos orgánicos y fósiles sin un correcto manejo deterioran el entorno. En este sentido, las ofrendas y veneraciones necesarias en lo ceremonial son riesgosas para el cuidado del hábitat. Pero el contacto de los individuos con el agua ha sido limitado y truncado no solo por la contaminación, sino también por barreras constructivas que imposibilitan su visibilidad como paisaje y su utilidad en otros niveles”.
La mencionada Inaury, interesada en la protección del suceso cultural (porque la actividad cultual también ha de entenderse como un hecho cultural), sugiere accionar las potencialidades del entorno y de los individuos, de manera tal que promueva el desarrollo de capacidades creativas para sustentar las tradiciones populares.
Ello implica la reutilización de espacios como edificaciones e industrias subutilizadas o en desuso y otras áreas previamente estudiadas, que puedan convertirse en sitios para el progreso la comunidad, los portadores culturales y, por consiguiente, tributar a sus creaciones.
Mientras no se piense en lugares específicos dónde los practicantes se realicen espiritualmente en el tema de depositar sus ofrendas y sacrificios, el problema persistirá. Pero se necesita, además, una profunda labor educativa.
El gran reto estará, entonces, en capacitar y capacitarse a uno y otro lados de la balanza, desde una cultura del respeto, donde el religioso tenga su lugar de realización sin agredir el medio ambiente y, a su vez, se sigan fomentando desde las intistuciones "oficiales" dinámics culturales como centros de producción y de perfeccionamiento humano.
Grande reto..y por supuesto los dos lados de la balanza deben trabajar juntos a ver una mejor opcion que agrade a los dos.
ResponderEliminarQué pena no saber quién comenta, pero de cualquier modo, coincidimos. El reto es mayúsculo, pero se puede. Solo hay que echarle ganas, y legaremos a los que vienen un entorno más bello y seguro. Además, tendremos nosotros mismos un lugar acogedor y bien cuidado, sin que se "destruya" la práctica religiosa. Eso no se vale. Un abrazo
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