Por: Ramón Torres
Con la publicación del presente texto, no pretendemos “debilitar” la fe de los creyentes, ni “suprimir” ninguna de las enseñanzas que —indiscutiblemente— contiene la herencia religiosa de antecedentes esencialmente africano; sino, esforzarnos en explicar su génesis, función y desarrollo, como parte de un proceso dialéctico, en constante cambio, adaptación y “rehacer”, incluso en nuestros días. Tampoco proyectamos “disminuir” el sentimiento de los fieles, ni “conspirar” contra sus prácticas; mucho menos calificar de “inmaduras” sus expresiones, sino estudiar, comparar, verificar los disímiles puntos de contacto entre la heredad religiosa de antecedente bantú, yoruba y carabalí, incluso otras, por su impacto en la Isla y la importancia de su conocimiento para la defensa de nuestra identidad.
Y un argumento que persigue resumir los componentes afines de estas prácticas culturales, no puede menos que invocar al ánima, que aprovecha los más recónditos elementos de la naturaleza para alimentarlos ilusoriamente atribuyéndoles “alma”, influjo, espíritu…, divinizándolos o, visto de mejor manera, humanizándolos. Usamos el término a sabiendas de que estas palabras pueden estar cargadas de contradicciones, como representación concreta de un momento dado de la realidad.
Huelga hacer notar que el animismo es completado con la magia y viceversa, pues ambas forman el núcleo inicial de la religión, aderezándola con maniobras y palabras mágicas, donde las oraciones son una prueba de ello. Lo confirma así Ambrogio Donini en su Historia de las religiones:
Todo culto incluye acciones de carácter mágico, por ejemplo, todas las plegarias desde las religiones primitivas hasta las actuales constituyen esencialmente un procedimiento de presión del mundo externo con normas de técnica ingenua e ilusoria (1963:33).
Sin embargo, las pretendidas religiones “desarrolladas” y opresoras (y no pocos presumidos cientistas enquistados) suelen “convertir” a las creencias vencidas en ritos mágicos, cual prácticas de hechicería, demoníacas y primitivas, olvidando que la magia no es privativa de los pueblos “atrasados”. Las religiones universales del presente se valen por igual de la magia, aunque con nuevas vestiduras; la han ejercido y desarrollado por igual melanesios, asiáticos, amerindios, europeos y africanos, solo que cada uno la reacomoda a su contexto, lo cual “desde afuera” puede provocar extrañeza al otro.
Se recurre a ella [la magia] únicamente en aquellas esferas de actividad en que el éxito depende sustancialmente de factores casuales y el hombre no puede confiar por completo en sus propias fuerzas. En la agricultura, por ejemplo, se utiliza en ocasión del sembrado de plantas como el taro y el ñame, cuya consecuencia es muy variable, pero no en fruticultura, que proporciona resultados estables. Se practican artes mágicas en la pesca de tiburones y otras especies marinas peligrosas para el hombre, pero se prescinde de ellas para la captura de peces pequeños, que no implica riesgos. La construcción de embarcaciones va siempre acompañada de una ceremonia mágica, pero este no es el caso para la construcción de viviendas. En el tallado de maderas duras, que requiere maestría por parte del artesano, se considera indispensable el recurso a sortilegios, pero cuando se trata de maderas corrientes, se pasan sin ellos. Todo esto confirma una vez más que la magia surge allí donde el hombre desconfía de sus fuerzas, cuando se siente dominado por los elementos de la naturaleza o cuando atribuye a otro individuo capacidades que él mismo no posee (Tókarev, 1990, 38).
Hacemos notar lo anterior, porque con mucha frecuencia se le ha atribuido una “primitividad” visceral a la concepciones animistas y sus derivadas, olvidando que el sustrato de esta solo es posible cuando la ideología se corresponde con relaciones económicas ya complejas, muy alejadas para entonces de lo que conocemos como “horda primitiva”. Pero, además, el animismo está presente en todas las religiones, incluso aquellas etiquetadas hace mucho tiempo de “civilizadas”. Sin embargo, la producción simbólica estimulada desde el poder se ha encargado de mostrar la cara menos favorecida de los pueblos llamados “periféricos”, marginando sus culturas y tratando de “adecentarlas”.
Pese al discurso discriminatorio, Cuba se hibridó, e igual que en muchas áreas de Latinoamérica, también mezcló culturas y cristalizó una religiosidad sui géneris, donde cualquier creyente puede clasificar como “sospechosamente raro” al explicar de manera sorprendente el desarrollo evolutivo de la materia y la teoría de las especies a través de la selección natural, del mismo modo que no es difícil encontrar a un convencido materialista altamente “sospechoso” en su raro afán de colocarle tabaco, café y otras “asistencias” a sus muertos.
La religiosidad cubana, caribeña y latinoamericana se nos antoja “sospechosa”, reiteramos, por la naturaleza híbrida de nuestras naciones, de tal suerte que desde hace mucho se habla de una región mestiza culturalmente, y no de blancos y negros y amarillos; ni de europeos ni africanos ni chinos...
Y en ese “ajiaco”, la intimidad ecuménica es más que un término, que bien pudiera entenderse si convergemos en que existen analogías evidentes, semejanzas y caracteres comunes, donde se toman prestados elementos de un lado a otro.
En Cuba, dentro de la Regla de Palo Monte, por ejemplo, a la variante de Mayombe, si bien bastante tradicional, le resulta imposible sustraerse —por imposición histórica o por asimilación espontánea— de incorporar en sus prácticas elementos del mundo occidental, sobre todo del catolicismo; de igual modo que se enriquece de otras religiones de origen africano y del país receptor. En el caso de la Briyumba (otra manifestación del Palo), es mucho más evidente la influencia de la Ocha y el Espiritismo; mientras que la Quimbisa clasifica como un híbrido de todas las corrientes conocidas por su creador, Andrés Petit.
El complejo Ocha-Ifá no es menos, por lo que también puede apreciarse la profunda huella católica, sobre todo en su propia denominación de “santería” para designar indistintamente el culto a los orichas y el sincretismo derivado de atributos o funciones que les son afines con determinadas figuras del santoral católico, apostólico y romano.
La introducción en abakuá, por su parte, de una serie de elementos propios de culturas tan diferentes, como formas mixtas de lucumí, congo, y prácticas espiritistas, u objetos en el altar de manera ecléctica, constituye igualmente una muestra de cómo todas estas prácticas culturales se han ido reconfigurando, lo cual les ha permitido la subsistencia en un entorno ajeno y diferente a las tierras que les dieron origen.
Todo ello es posible porque pondera el ánima, que se da en Cuba de forma múltiple, donde se hibridan culturas, costumbres, tradiciones de diferentes puntos. El ánima cubana tiene aché, un término que, si bien es de origen yoruba, ha trascendido en la Isla a cualquiera de las variantes de matriz africana, incluso al lenguaje popular. El aché es en nuestra ínsula lo que el mana para los melanesios: una misteriosa fuerza impersonal y sobrenatural que resulta de algunas categorías de espíritus o de personas.
Los melanesios consideran que la mana —poder multifacético por su significado y por las direcciones en que actúa, pudiendo obrar por bien y por mal— es inmanente a quienes triunfan en la vida. Si un hombre se ha encumbrado en la jerarquía de una sociedad secreta, si se ha erigido en jefe, se ha granjeado reputación de intrépido guerrero o de hábil artesano, o si obtiene buenas cosechas, quiere decir que posee mucha mana (Tókarev, 1990, 39).
El aché es igualmente hado, suerte, fortuna, y también una manera de invocar el ánima. La definición que nos dejan Mirta Fernández y Valentina Porra, no puede ser más ilustrativa:
Esta religión concibe un universo donde no existen barreras entre lo sobrenatural, lo humano, lo animal y lo vegetal, e, incluso, con objetos o materias inanimados de origen mineral. Los límites del “Yo” pueden suprimirse gracias al ashé, poder o energía de que están dotadas todas las cosas, que puede ser transferido algo por una deidad al identificarse bajo una forma concreta. En esto reside el ashé del “fundamento” contenido en las soperas de los orisha que poseen los santeros, en las que las piedras y las herramientas son la representación anicónica de los dioses. De igual modo, una persona recibe el ashé directo al ser “cabalgada” o “poseída” por un orisha (2016, 139).
Este aché sirve, del mismo modo, para apuntalar la adoración a determinados jerarcas en el contexto africano, como expresión de la movilidad social. De hecho, el llamado Continente Negro es fuente de cristalización y coexistencia de diversos momentos sociohistóricos que se reflejan en su religiosidad. Hoy muchos africanistas les han seguido la pista al culto de los orichas, y la mayoría coincide en la existencia real de estos como personas divinizadas: a Obatalá se le atribuye el primer sacerdocio y los secretos de orí (cabeza); se dice que Odudúa era el primogénito de Ekaladerhan y descendiente de los fundadores de Ilé-Ifé, quienes abandonaron Egipto hacia 750 a.n.e.; mientras Changó está ubicado entre los historiadores africanos como cuarto alafin (rey) de Oyó.
En otros casos, si bien no resulta tan evidente el recorrido de un humano específico por la tierra, sí abundan detalles aportados sobre todo por emisarios europeos que dan cuenta de figuras importantes en la religiosidad de algunas zonas. Ejemplo de ello podrían ser, en el caso de la Sociedad Abakuá, cuyas plazas (jerarquías) coinciden a menudo con personajes o cargos que ocupaban lugares preeminentes en el Calabar (Iyamba, Emboko, Mosongo, Embákara, etc.).
Entre las formas de religión características de los pueblos de África figura (...) el culto a los jefes (o reyes) sagrados, que corresponde al nivel de desarrollo social en que se encontraban muchos pueblos de esta parte del mundo, con la correspondiente aparición de una primitiva estructura de clases.
Dicho culto presenta en África muy diversas modalidades: los jefes ejercen funciones sacerdotales o de hechicero; se les atribuye poder sobrenatural y se le hace objeto de adoración; se practica el culto a los muertos. A grandes rasgos, cabe distinguir dos fases de evolución del culto en consonancia con los diferentes peldaños de transición de la estructura comunitaria a la sociedad dividida en clases: en la primera etapa, el jefe actúa como cargo público de la comunidad y se responsabiliza del bienestar de la misma, poniendo al servicio de este objetivo sus cualidades “sobrenaturales”; en la segunda, deja de ser responsable para convertirse en déspota, y su deificación es ya tan sólo un instrumento para reforzar el poder y glorificar su persona (Tókarev, 1990, 85)
Definitivamente, el ánima alimenta la magia y toma cuerpo en la religiosidad a través de múltiples vías: ya sea en forma de animal, planta, objeto o de un humano divinizado, sin que ello implique ir de menos a más ni de más a menos. La idea del alma funciona incluso en cualquier expresión de las consideradas universales, solo que su “ropaje” las disfraza de un cuerpo “civilizado”. Se trata, entonces, de un soberano ejercicio de hegemonía.
Fuentes:
Ciencia y Religión. Selección de Artículos. Ed. Política, La Habana, 1981.
Donini, Ambrogio. Historia de las religiones. Ed. Futuro, Buenos Aires, 1963.
Eliade, Mircea. Tratado de historia de las religiones. Ed. Era, México, 1979.
Fernández, Mirta y Valentina Porras. (2016). El ashé está en Cuba. La Habana, Ed. Cubanas.
Fuentes Guerra, Jesús. La Regla de Palo Monte, un acercamiento a la bantuidad cubana. Ed. Unión, 2012.
Tókarev, Serguei. Historia de la religión. Ed. Progreso. Biblioteca del estudiante, Moscú, 1990.
No tengo nada para argumentar del tema pero lo q si le puede desear es el mejor de todos los aches. Gracias por su trabajo .
ResponderEliminarGracias, el hecho de que leas ya es un acto de buena voluntad y de respeto.
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