Por: Ramón Torres
Con apenas 14 meses su madre Josefa Fernández de Garay se trasladó a Menorca, donde un hermano era alcalde. Allí comenzó Ortiz sus estudios y recibió las primeras impresiones basadas en estructuras sociales muy jerarquizadas, con la iglesia a la cabeza, vida social estratificada y relaciones raciales discordes.
De cualquier modo, comprobó que la inteligencia no tenía color, pues pronto entabló amistad con el negrito Marshall, que los superaba a todos en audacia, conocimiento, y dominio del francés.
Fuimos buenos camaradas infantiles —diría más tarde Ortiz, recordando al amigo de la infancia— y a ninguno de la escuela se le ocurrió jamás que el negrito, a quien llamábamos Cap de Moru (Cabeza de Moro) fuese sin embargo de distinta humanidad.
Hacia 1894 retorna a la patria, donde cursa Leyes en la Universidad de La Habana, pero en 1899 va a Barcelona para terminar la carrera. De ahí se mueve a Madrid y continúa estudios criminológicos que constituirían la base de su acercamiento al problema racial en Cuba.
Está claro que su tesis doctoral presentada en la capital española el 13 de diciembre de 1901 tenía una significativa carga positivista, es decir, partía del hecho de que las personas negras nacían predispuestas a la comisión de delitos, pero por primera vez se miraba el fenómeno desde una perspectiva de las víctimas. Y esto constituía, sin lugar a duda, un paso adelante.
Se ha repetido, quizás hasta la virulencia, el período lombrosiano de Ortiz, que sacando cuenta cabal, le duró poco, porque pronto despidió esa huella aprisionadora para poner énfasis en las interrelaciones de los fenómenos sociales.
Lo negro en Ortiz floreció desde su posición de defensa a una cultura mestiza, donde lo afro es tan revelador como lo venido de Europa, cristalizando en formas, costumbres, géneros que definen “lo cubano”.
Cuando admitió públicamente que “sin el negro Cuba no sería Cuba”, nuestro Tercer Descubridor estaba legitimando el aporte africano a la nación, y daba fe de que sus tradiciones y su arte tenían tanta validez como lo venido de Occidente.
Por eso nos apropiamos de las palabras que en el prólogo a Órbita de Fernando Ortiz, legara ese otro grande, Julio Le Rivered, vaticinando incluso antes de su desaparición física cómo sería recordado el mayor antropólogo que ha dado nuestro país:
(…) ya lo dijo el poeta cuando formaba —con dolor de promesa— su pensamiento revolucionario:
“Mañana, cuando triunfen los buenos (‘los buenos son los que ganan a la larga’); cuando se aclare el horizonte lóbrego y se aviente el polvo de los ídolos falsos; cuando rueden al olvido piadoso los hombres que usaron máscara intelectual o patriótica y eran por dentro lodo y serrín, la figura de Fernando Ortiz, con toda la solidez de su talento y su carácter quedarán en pie sobre los viejos escombros…”
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