Por: Ramón Torres Zayas
Durante
mucho tiempo la oralidad popular cubana ha mantenido viva la imagen de Andrés
Petit (Quimbisa), controvertido personaje de mediados del siglo XIX, considerado
crisol cultural por excelencia, debido a su accionar en esa etapa formativa de
la nacionalidad.
La
heterogeneidad del discurso nos muestra una figura multipropósito, si bien no
existe —hasta donde se conoce— un criterio de Petit sobre sí mismo, sino,
configuraciones, enunciados, “sentidos” que hablan en nombre de su hombradía.
A la
luz del siglo XIX, por ejemplo, lo mestizo se nos desdibujaba ambiguo: no negro,
tampoco blanco, debido a las clasificaciones coloniales que les colocaban en una
suerte de “tierra de nadie”. Lo mestizo, entonces, tiene matices que pretenden
legitimar su desnaturalización. No obstante, se va haciendo de un poder
simbólico desde lo cultural.
Andrés
Petit nace en un momento contractual que lo desprecia y favorece al mismo
tiempo. Pertenece al bloque de mulatos que las personas de piel negra se niega
reconocer dentro de algunos espacios de poder, pero que también admite como
parte de su descendencia. Tiempo antes, Petit quizás hubiera sido considerado un
“negrito” más, pero le correspondió vivir la etapa formativa de la cubanidad,
cuando lo mulato se va imponiendo como lo
nacional. En una época posterior, cuando Lydia Cabrera lo describe a partir
de sus “informantes” (mediados del siglo XX), ya el fenómeno en Cuba cobra
nueva vida, y aunque todavía pervive el prejuicio “racial”, es más débil que
durante la colonia. No es casual que el retrato que le hace la etnóloga se
corresponda con lo que hoy cariñosamente pudiéramos celebrar en un “mulatón”,
con toda la carga semántica que aporta el término: fortaleza, virilidad,
simpatía…
Su padre era francés —le dice a la Cabrera—. “Andrés
era un pardo, alto, delgado, muy fino, muy inteligente” (...)
En
cuanto al apologeticismo figurativo sobre Andrés Petit, la bibliografía ha sido
generosa. Podemos hablar de una mitografía construida a partir de la oralidad y
una única foto aportada por la mencionada autora, cuya procedencia siquiera queda
clara.
La
mayoría de los estudiosos ven también en Andrés Petit la encarnación del
mosaico de transculturaciones en un solo cuerpo. Hay en ello una intensión
manifiesta entre los seguidores de esta corriente en legitimar la tradición
multirreligiosa para designar “lo cubano”.
Las
escrituras que se producen sobre Petit son siempre enunciadas por otros y
pudiera significar siempre algo más de lo que el propio Petit quisiera decir de
sí, porque tienen un sabor a compromiso de clase no evidenciado (al menos
documentado de manera explícita) por ninguna afirmación petiniana ni tampoco
dejan constancia de ello sus relaciones importantes, suponiendo real la amistad
que se dice tenía con personas ilustres de la sacarocracia habanera, clérigos
prestigiosos y políticos de renombre, que sí acostumbraban a legar
informaciones escritas o al menos un epistolario cruzado.
Sin
lugar a dudas, la literatura sobre Petit lo reclasifica, teniendo como base el
argumento oral, que le asigna un conjunto de categorías funcionales a la
teología de la historia que se quiere defender sobre tres asignaciones o
misiones a cumplir:
- reconciliar las “razas”
- propiciar que la Sociedad Abakuá perdurara
- elaborar un cuerpo religioso capaz de aglutinar las
tendencias más populares existentes en Cuba (la Quimbisa).
De
esta manera, se propone a un Petit reivindicador, genuino representante de la
religiosidad popular y la cultura cubana en general. Sin embargo, una revisión
de tales asignaciones a nivel de intertextos arrojaría ciertas contradicciones,
ambigüedades y rupturas que desmoronarían los pilares que sustentan la
pretendida santidad petiniana.
Refiriéndose
al certificado de defunción, acota María del Carmen Muzio que él mimo Petit “declara
ser de estado soltero y no reconoce sucesión de ningún género —y agrega la autora—. No es
característica de la raza mestiza adulta, que tenía por costumbre en aquel
tiempo las uniones consensuales y los hijos naturales, sino que más bien
empasta este dato con la imagen de una persona célibe”.
La
cita quizás encaja más con los últimos años de Petit, pero ¿significa que
siempre mantuvo esa actitud? Por su accionar en la juramentación de los
primeros blancos en 1857 (todavía no tenía 30 años), siendo ya Isué, debe
haberse iniciado en abakuá bastante joven. Entonces su comportamiento en la
agrupación religioso-mutualista debió mantenerse acorde con las exigencias de
la hermandad, y se sabe que históricamente ha potenciado un culto a la hombría.
Se
sabe que el ser humano no puede desprenderse de su pasado; pues los recuerdos y
experiencias precedentes acompañarán durante el resto de la vida de la persona.
El pasado forma parte inseparable del presente.
Como
Isué de Bakokó Efó, se atribuye a Petit la creación del primer juego de abakuá
blancos y, en consecuencia, haber logrado hermanarlos con los negros; mas,
visto con otros ojos, los hechos (y las fuentes documentales) demuestran todo
lo contrario, pues aparecieron múltiples disputas callejeras entre las potencias
que les daban cabida y las que no. Al respecto, nos dice el inspector de
Policía del Gobierno de La Habana, Rafael Roche Monteagudo:
¿Cuál fue el error de los primeros ñáñigos? Aparte de
sostener un culto grosero, y después profanar el cristianismo, fundar la
primera corporación de blancos en 1857 (…). Esta fue la piedra de toque de las
riñas.
Años
más tarde, transmite Lydia Cabrera en la voz de uno de sus “informantes”:
“(…) Andrés Petit entró en negociaciones con los
blancos y les vendió el secreto en quinientos pesos. Por su traición, los
blancos pudieron ser ñáñigos y formar su potencia, que se llamó Acanarán Efó.
Petit decía que los blancos, por su moropo —cabeza— había que admitirlos para
que durase en Cuba el ñañigismo”. “Había, entre los ñáñigos blancos que juró
Andrés Petit, gente de arriba (…). Militares y caballeros de levita. Gente de
título, sí señora, de la aristocracia de entonces, hijos de condes y marqueses,
pero la verdad es que a partir de esa fecha empezaron las rivalidades y los
matados, y lo del ñañiguismo se puso feo”.
Por
otra parte, el Isué de Efí Embemoró, Juan Gualberto Nápoles, tiene sus
criterios sobre la iniciación de personas blancas en abakuá y su ulterior
consecuencia.
Petit lanzó la manzana de la discordia —no dice—. Si
lo que quería era integrar las “razas”, ya lo había logrado en 1857, cuando
juró a los blancos en su potencia, pero ¡hacer un juego exclusivo para ellos!,
en eso fue demasiado lejos.
En
cuanto a la Regla del Santo Cristo del Buen Viaje, también abundan pinceladas
para sospechar. La mayoría de los quimbiseros data su fundación el 14 de
septiembre de 1843, día de la Exaltación de la Santa Cruz, cuando Petit todavía
no había cumplido siquiera ¡los 14 años de edad! (había nacido en noviembre de
1829). ¿Sería otro Petit? Lydia Cabrera nos habla de, al menos, dos Andrés
Petit más, que la oralidad pudo interpretar como uno solo. Así mismo, podríamos
aventurar que en su procurada “aglutinación” o compendio religioso, Andrés
Quimbisa supeditaba lo venido de África a la moral cristiana, según se infiere
de El Sayón de Santo Domingo, que
explicita que:
(…) tenía y tiene como principal propósito, apartar de
la concepción oscura en sus prácticas y en sus ideas, a los que vivían
aferrados al sistema milenario que conocían desde África.
Y,
como para cerrar con broche de oro en cuanto a la toma de partido religioso, se
aclara en el mismo documento:
(…) las entidades o santos de estas religiones [se refiere a las africanas] que acepta,
respeta y adora esta Congregación, no son Dioses, sino individualidades (…)
(porque) hay un solo Dios Único y verdadero (y que) no es aceptable que después
de establecida la moral cristiana y a la luz de la civilización moral, se pueda
justificar una vida igual a la de aquellos, que vivieron en épocas distintas de
menos civilidad, aún a pesar de los otros dones y poderes que poseyeran (ob. cit.,
97)
Siendo
así, se nos desvanece el ideario de igualdad y/o equidad religiosa que se
presume en Petit, quien, definitivamente, está supeditando su nueva propuesta
al poder hegemónico: la iglesia católica, apostólica y romana.
Una
(re)lectura menos apasionada del papel social de Andrés Quimbisa nos permite
teorizar acerca de los encargos sociales y clasificatorios desde la ideología,
a razón de causa y efecto: si se lucha por la unidad por encima del color de la
piel, se es antirracista; si se es antirracista, se es antiesclavista; si se es
antiesclavista, se es abolicionista. De ahí, un paso al anticolonialismo, al
nacionalismo y al independentismo.
Hasta
donde se ha podido probar, no existe documentación alguna que demuestre las
inclinaciones políticas de Petit; empero, las implicaciones de su accionar (en
especial la creación de Akanarán Efó) lo sitúan inexorablemente en una posición
privilegiada, de manera que frecuentemente es usada su figura cual pieza clave
en la narrativa “revolucionaria”.
El abakuá blanco tendría que considerar a un abakuá
negro como a un hermano —le dicen a Lydia Cabrera—, y como en aquel tiempo los
blancos le daban mucho cuero a los negros, los que se hicieran ñáñigos, no le
pegarían a sus hermanos. Hasta contribuirían también a que los que no lo eran
les pegasen menos. Esa idea se llamaba abolicionista.
Como
telón de fondo, se sugiere la impronta de Petit al unificar dos grupos raciales
simbólicamente en pugna, y el hecho de integrarlos constituye (figurativamente)
un acto heroico, como parece evidenciarse en la siguiente cita extraída del
libro La Regla Kimbisa del Santo Cristo
del Buen viaje: “Petit consagró el primer juego de blancos por fervor
patriótico” (…) “porque los fundadores de éste, eran jóvenes de buena familias,
estudiantes, que habían sido acusados de conspirar contra España”.
No
significa este trabajo que se minimice la proposición de Petit, pues en alguna
medida contribuyó a que muchos blancos iniciados en estos cuerpos religiosos
vieran a otros muchos negros como sus hermanos. En cambio, se llama la atención
para no caer en la ceguera histórica. Esos textos, enunciados, declaraciones,
procuran dar un sentido a la narración,
a través de la beatificación configurada, donde nuestro personaje emerge cual
paradigma de transformación política y social, lo cual en cierta medida
trivializa la complejidad de su verdadero accionar, toda vez que reclama una
secuencia evolutiva, parafraseando a Stephan Palmié, “como progresión de los
sujetos desde la tradición a la modernidad, de la pasión a la razón, de la
creencia al conocimiento, de la rebelión a la revolución. En fin, Petit es una
figura importante, pero con las limitaciones de su tiempo.
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