Por: Heriberto Feraudy Espino (Cubarte)
Cuatro balazos y
siete machetazos, uno en el rostro.
Su cuerpo
ensangrentado fue tirado en un cajón de madera vieja en forma de ataúd y
depositado en un viejo carromato de ruedas conocido por “La Lechuza”. Marianao
despertó estremecido bajo la lluvia con el crujido de las ruedas de La Lechuza
trasladando el cuerpo del general. ¡No puede ser!, ¡No puede ser! Pero es.
Certificado de
defunción según su biógrafo Abelardo Padrón:
En La Habana, a
las cuatro y media de la tarde del día veinte y tres de Agosto de mil
novecientos seis, Doctor Luis Narciso Menocal y Fernando De Castro, Juez
Municipal suplente en funciones del distrito Norte, asistido de José Francisco
Prieto y Prieto, secretario en vista de la carta orden del juez de Instrucción
del Este y en Comisión de la causa por rebelión, oficio del Director del
Necrocomio Municipal y certificación de los médicos señores doctores J. Ramón
de Castro y Federico Córdova, de la autopsia practicada al cadáver de
Quintín Bandera y Betancourt, natural de Santiago de Cuba y de setenta y tres
años de edad, de la raza negra, empleado vecino de Esperanza treinta y
dos casado con Virginia Zuaznábar el que falleció en la madrugada de hoy a
consecuencia de traumatismos accidentales…
Lo mandó a
asesinar el primer Presidente de Cuba y cumplió la orden el
jefe del Ejército, el Mayor General Alejandro Rodriguez Velazco, el mismo
que aparece hoy montado en un impetuoso caballo en la estatua que como “Primer
Alcalde por elección popular” le fuera erigida en la calle Paseo entre Línea y
Calzada, La Habana. Aponte aun no tiene estatua.
Lo mandó a
asesinar el Presidente por ser negro y por tanta dignidad acumulada.
Era tanta la
vileza y la infamia que se prohibió enterrar al General en tumba propia. “Que
su cadáver lo exhiban como escarmiento, para que a ningún otro negro se le
ocurra alzarse”. Escarmiento, la misma frase también utilizada contra José
Antonio Aponte Ulabarra cuando su cabeza fue exhibida en una jaula de hierro,
con la diferencia que al “Espartaco Cubano” lo asesinó el régimen colonial
español y a este General de cuatro guerras lo asesinaban cubanos traidores por
mandato de un régimen neocolonial.
Cuenta la familia
del General que —a pesar de la orden del Presidente traidor— el cura de la
capilla del cementerio, conociendo la estatura del héroe asesinado, decidió
conservar secretamente sus restos en una tumba que ya tenía el nombre del sumo
sacerdote. Así se mantuvo hasta que diez años después las cenizas fueron
trasladadas para el lugar que hoy ocupa en la necrópolis de Colón.
Cruel ironía de la
vida: el mismo que un día asesinó al viejo mambí fue el encargado de dirigir
las salvas de artillería que durante la ceremonia del nuevo enterramiento
fueron disparadas en su honor. Ignacio Delgado, como se nombraba el traidor, a
quien Quintín había ascendido en la manigua, se dice fue ejecutado en
1919 por un hijo del General.
Hoy, cuando tanto
se habla de preservar la memoria histórica, las nuevas generaciones deben
conocer y no olvidar al cubano de origen mandinga nacido en el reparto
Los Hoyos, en Santiago de Cuba, un 30 de octubre de 1834.
Combatiente de la
Guerra del 68, de la Guerra chiquita (1879-1880), y de la Guerra del 1895,
invasor de Las Villas, participante junto al General Antonio Maceo en la
Protesta de Baraguá y en el cruce de las dos trochas: de Júcaro a Morón, y de
Mariel a Majana. Jefe de la Infantería mambisa y General de tres estrellas.
Dicen que el
General Antonio Maceo solía decir: “Yo, solo con el nombre del compadre Quintín
soy capaz de tomar La Habana”.
Este general
"sesentón" del que habla José Martí fue la primera víctima del
racismo, la traición y la discriminación que primaban en aquella República
de las Traiciones.
“Sufrió en carne
propia la discriminación racial cuando barberos se negaban a atenderlo por el
color de su piel. Vio con estupor cómo algunos de los héroes de guerra como él,
que ocupaban un escaño en el Senado o en la Cámara baja, eran humillados por
ser negros o mulatos y a sus esposas no las invitaban a las recepciones
oficiales, como sucedía con los congresistas blancos”. (Pedro Antonio García,
periodista e historiador).
Tratando de
hundirlo en el lodazal de la humillación quisieron callarlo con cinco pesos;
las jaboneras Crusellas y Sabatés le ofrecieron un trabajo para aliviar su
situación: anunciar jabones, vestido con el uniforme mambí y los grados de
General; le dieron el cargo de jefe de basura de La Habana y luego basurero y
cartero. Para aliviar su situación, amigos piadosos organizaron una función en
el teatro Payret con el fin de recaudar fondos para el sustento de su familia.
Cansado de tantas
humillaciones no solo a él sino al país todo, el General no tuvo otra opción
que alzarse.
“No vayas,
Quintín, te van a matar”, le había dicho Virginia, su joven esposa, madre
de sus cuatros hijos. Era la segunda quincena de agosto de 1906 y el héroe de
mil batallas, henchido por el ejemplo de sus hermanos Guillermón, Martí y Maceo
se lanzó de nuevo a la manigua para así honrar la vergüenza mancillada.
Cubanos como
Quintín nunca deben olvidarse. Aunque no se ha escrito de él lo suficiente, hay
dos libros que si no de cabecera, debían recibir varias lecturas de los jóvenes
de hoy: ellos son la novela La muerte es principio, no fin, de Natalia
Bolívar, y Quintín Bandera. General de tres guerras, de Abelardo Padrón.
Ikiri adá
Ogún aladá meyi
Ikiri adá
“Los derechos no se mendingan,
se conquistan con el filo del machete”
—sentenció nuestro Titán.
Ikiri adá.
¿Y si el machete perdió el filo?
—pregunto a los ancestros—
Ikiri adá.
¡Sáquenle filo de nuevo!
responden los égunes
de cimarrones y mambises.
¡Sáquenle filo de nuevo!
¡Somos hijos de Yaokende!
Dueño de los machetes.
Ikiri adá.
(Rogelio Martínez Furé)
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