Por:
Ramón Torres
Durante
un mes la capital cubana (y otras ciudades como Matanzas, Cienfuegos, Camagüey,
por citar algunas) pudieron disfrutar de la mayor feria de los artistas de la
plástica en la Isla: la XIII Bienal de La Habana.
Varias
fueron las sorpresas, desde la numerosa afluencia de público hasta el creciente
personal extranjero que se involucró al encuentro y, como se adelantó, el salto
hacia escenarios no acostumbrados, pues inicialmente se solía circunscribir al
territorio capitalino.
Uno
de los espacios más socorridos, quizás porque ya es tradicional, lo constituye
el Malecón Habanero, que atesoró en esta ocasión la muestra Detrás del muro, donde intervinieron
diversos creadores.
Sin
embargo, queda un tufillo amargo, sino insípido. Primero, porque la cita violó
su propio nombre. Aunque se sigue llamando Bienal, es ampliamente conocido que
la anterior fue antes de 2017, por tanto, alguien sacó mal la cuenta. Segundo,
porque quienes acudieron al Malecón durante la pasada cita, recordarán con
nostalgia las impresionantes obras que dejaron con la boca abierta: una
miniplaya en la acera, la pista de patinaje en la intercepción con Belascoaín,
un cake rosado gigante plagado de lenguas, las alfileres de Fabelo, en fin…, aquel
conjunto resultó muy superior y menos rimbombante.
Este
adiós a la Bienal será sin dudas un desafío para que dentro de dos años (si en
realidad llegara en fecha) pongamos el listón más alto; para que se realice en
tiempo y el sabor sea contagioso y com
placiente.
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