Diversos
estudiosos se han referido al modo de despedir a los muertos por parte de los
sectores negros y mestizos en la Cuba decimonónica, muchas de cuyas prácticas
han llegado hasta fecha, cada vez más mezcladas, mas mestizas, mas cubanas. Es
aquí donde entroniza nuestro objeto de estudio específico: la Sociedad Abakuá.
De
acuerdo con la investigadora Oilda Hevia (2011, p. 77), en el siglo XIX (etapa
cuando surge el ñañiguismo) las ceremonias fúnebres se corporeizaban
generalmente a partir de los testamentos, y la mayoría de sus ceremoniales eran
asumidas por cofradías, hermandades u órdenes religiosas.
En
el período se advierte una polarización extrema respecto a ciertas dinámicas y
prácticas al interior de la estructura socioclasista en relación con el orden
instituido —admite, sin embargo, Ana
Camila Baltar—. Fueron los sectores bajos los más
vulnerables frente a la realidad epocal; los raseros que edificaba en torno a
la vida y la muerte una sociedad elitista y racista como la decimonónica,
condenaba a la omisión a buena parte de la población negra y mulata (2014, p.
105).
Así,
muchas de las prácticas relacionadas con la muerte entre los sectores
desposeídos fueron ignoradas, eclipsadas o invisibilizadas por la
historiografía oficial, y ni siquiera la literatura ha sido muy favorable al
respecto, quizás con la intensión o esperanza de que, ante la no mención del
fenómeno, desaparecería paulatinamente del escenario cubano. Hoy se sabe, por
ejemplo, que el 27 de noviembre de 1871 no solo fueron mártires aquellos ocho
estudiantes de Medicina, sino que cinco negros, presuntamente abakuá, también
murieron en una abierta protesta armada contra el fusilamiento y, aunque sus
partidas de enterramiento se hallan asentadas en la iglesia de nuestra señora
de Monserrate y se consigna que fueron enterrados de limosna en el cementerio
de San Antonio Chiquito (Quiñones, 2014, pp. 106-107), no se abunda en nombres
ni generales conocidos; mucho menos se detalla acerca del tipo de despedida que
dé cuenta sobre algún ceremonial que siempre hacen los miembros de la hermandad
abakuá cuando pierden a un hermano.
Lo
los rituales funerarios, ya desde aquella época, se afianzaban en un tipo de interacción
matricialmente abierta, híbrida, mezclada, receptivas a ciertos elementos de
las prácticas católicas y a mantener el orden vinculante con determinadas
raíces ancestralmente africanas, más ligadas en términos identitarios a lo
espiritual, que se enlazan a nivel performántico-gestual, con la música, el
baile, los cantos, la comida-bebida, en una suerte de fiesta mortuoria
primigeniamente desacralizadora, para quienes desde su esencia más ontológica
esta “nueva vida” no encontraba lugar de paz sino en la enajenación o en la
muerte, en espontánea antinomia respecto a los actos católicos de extremaunción
(Baltar, ob. ct., p. 109). Una manera de cómo este tipo de ritual se conserva
hasta la actualidad, lo pudiera ejemplificar el velorio de Gregorio Hernandez
(Goyo), Moruá de Uriabón Efí Brandi Masongo, los días 7-8 de enero de 2013 en
el Palacio de la Rumba, donde, luego de la “limpieza” en la funeraria Marco
Abreu, de Zanja y Belascoaín, se procedió a despedir con una suerte de fiesta.
El
ñañiguismo no puede desvincularse de las creencias africanas acerca de la
influencia que ejercen los antepasados (espíritus), por lo que en todas sus
ceremonias religiosas se les convoca a los íremes para garantizar el desarrollo
del acto ritual. Pero en el enyoro, angoró o llanto (culto funerario) se
precisa del íreme Anamanguí, el guardián de los muertos, a diferencia del
plante y el baroko, que son actividades festivas.
El
objetivo de las prácticas mortuorias al estilo africano era ayudar a las almas en
el retorno a su tierra de origen; pero, influidos por el contexto cubano,
resultó que el ritual más importante recayó en la vigilia (Hevia, 2010: 71), un
momento que aunque exclusivo de la religión católica y opuesto a las
tradiciones africanas, sentó bases que alcanzan nuestros días.
Los
africanos preferían el horario nocturno, ya que trabajaban durante el día y
muchas veces no podían trasladarse fácilmente desde sus lugares de residencia
al lugar donde se efectuaba el velorio. De
cualquier modo, aunque de manera discreta, existen referencias de que en las
ceremonias mortuorias se reprodujeron cantos y bailes de tambor a la usanza de
las tierras ancestrales, perpetuando la creencia de que los espíritus errantes
podían observarlos.
En
el intervalo entre la muerte y la sepultura, el cadáver se preparaba con vistas
a “entrar” lo mejor posible a la vida eterna. La ceremonia mostraba no solo un
significado religioso, sino también humano y, por lo común, los ekobios se
encargaban del ritual, como ocurre actualmente. También los africanos tenían la
costumbre de colocar dentro del ataúd animales y objetos personales en
concordancia con la jerarquía del difunto. De ahí la costumbre de incorporar,
siempre que sea posible, un gayo junto al difunto. No obstante, en los
entierros se va desdibujando la esencia de lo sagrado que tenía el acto funerario
en sus naciones de origen.
En
la práctica, el significado mítico-religioso de las sepulturas se invirtió,
pues si bien en África los muertos se enterraban junto con los demás miembros
del clan, ya que los sepulcros representaban la unidad clánica y familiar, la
manera en que eran inhumados en la Isla simbolizaba la separación de sus
familiares y sus tribus, la pérdida del sentido de unidad y pertenencia a un
sitio. Simbolizaba, en fin, la ruptura con su pasado y sus orígenes.” (Hevia,
ob. ct., p. 92)
Para
aquella época —se ha dicho— los muertos se enterraban en las iglesias y
conventos, lo cual fue revocado por el Obispo de Espada, quien esgrimió razones
higiénicas para su cese, por lo cual se construyeron los camposantos, entre
ellos, el primer cementerio habanero (1806), que proyectó las inhumaciones en
una división de cuatro partes, de las cuales, las dos de la puerta de entrada
estaban concebidas, a la derecha para las personas negras, y a la izquierda
para las mestizas, quedando perpetuada, incluso después de la muerte, las
diferencias raciales, aunque muchos considerasen que estas significaban los
umbrales de la vida eterna, donde todos serían recibidos como iguales.
Nos
dice Camila Baltar (ob. ct., p. 111) que resultaba harto importante, dentro de
los reglamentos de las cofradías, acompañar el cadáver hasta su morada final en
las necrópolis, costumbre que con más o menos ajustes, en dependencia de si el
sepelio es en la ciudad o en un pueblo del interior, ha llegado hasta nuestros
días. Como los entierros no podían pasar por avenidas principales, paseos o
sitios de esparcimiento, se elegían caminos colaterales para cumplir los
referidos mandamientos.
Entre los abakuá, el acto de conducir al
fallecido hasta el sepulcro va acompañado de cánticos y bailes. En la
Necrópolis de Colón se han dado numerosos casos de entierro, con la
singularidad de que en el recinto radican panteones pertenecientes a los juegos
Usagaré Mutánga Efó
(38247-38248), autodenominada Sociedad Unión mejor entendida, con la ubicación
SO 12 CC. Por su parte, el número 45329 recoge a la Gran Logia Abakuá Ekeregua Momi, con ubicación SE 4 CC;
mientras que iniciados Isún Efó manifiestan tener también su propio panteón
desde 1959, sin que se haya podido precisar su ubicación exacta en el momento
de redactar el presente trabajo.
Durante la ceremonia cementerial, el féretro
es cargado en hombros por parte de los ekobios justo antes de traspasar el
umbral cementerial, y siguiendo el ritmo de los cánticos de despedida en lengua
nativa, es conducido hasta la iglesia para realizar la liturgia católica. Este
trayecto puede incluir otras prácticas litúrgicas de religiones como la
santoral, que incluye ropas características de dicha religión y actos como el
avance y retroceso del féretro en su andar hasta el destino.
Finalizada la actividad
católica, retoman el féretro en brazos hasta el sitio donde ha de ser
depositado. Antes, durante y después de realizado el enterramiento se mantienen
tocando sus instrumentos y entonando los cánticos religiosos (Céspedes &
etal, 2013, p. 6).
El enterramiento se realiza igual para todos
los miembros por igual, sin diferencia alguna entre plazas u obonekues,
pues en ese momento no se tiene en
cuenta la jerarquización que sí se establecerá a la hora de efectuar el enyoro,
en el templo.
En
el llanto, se insiste, ha de presentarse el íreme Anamanguí. Algunos documentos
reflejan que antiguamente se lloraba el mismo día de la muerte de un iniciado,
como recoge la siguiente cita:
El
fallecimiento de un ecobio es comunicado a todos los miembros de la sociedad a
quienes se invita a participar con su presencia y aporte material dado que su
familia no debe pagar por él (…)
(…)
se “limpian “ y “rayan” el fambá, los objetos litúrgicos y el ataúd, todos
enlutados; se oculta al sese en el fambá, ahora batamú ñampe o “cuarto del
muerto”, pues por ser la “madre naturaleza” y siendo natural que el cuerpo
perezca, no debe presenciar ni el funeral ni los sacrificios: es cubierto con
un paño blanco (…) forrados de negro, cruzados, se sitúan los tres itones; el
tambor nkríkamo, junto al sese, no se cubre ni oculta pues por ser un
“torturador de vida” no se apiada del muerto; el tambor mpegó, al pie del
altar, se forra de negro (…)
Se
“raya” el cadáver con los mismos signos de la iniciación, pero sólo en blanco;
al gallo que se le sacrifica no se le arranca la cabeza ni se utiliza la
mokuba; como pertenece al muerto, es colocado dentro del ataúd, como una
almohada sobre la cual descansar su cabeza, para que se entierre junto con él,
para que el muerto se conforme con este otro muerto y no intente llevar consigo
a uno de sus moninas (Sosa, 1982, pp. 245-246)
Y,
sobre la actividad del íreme de los muertos, nos ilustra el citado autor:
(…) Con el íreme se presenta una legión de
espíritus de abanekwes, antiguos miembros de las sociedades secretas cuya presencia
es indispensable en el nlloro para que reciban al monina que irá a hacerles
compañía.
(…)
Vestido de negro, con bordadas carabelas y tibias entrecruzadas, Anamangüi
lleva en la cintura, en lugar de los metálicos nkanikas, un cencerro de madera
que produce un sonido bronco y, amarrada al tobillo, una cadena para apresar el
espíritu del muerto si este se negara a acompañarlo.
Acongojado,
patético, mira al difunto, lo abraza, trata de determinar si duerme o si, en
efecto, es sólo un cadáver; baila alrededor suyo y, de pronto, convencido de su
muerte, se torna amenazador (ob. ct., p. 247)
Cuando
las leyes coloniales prohibieron cualquier actividad abakuá, estos tuvieron que
ingeniárselas para “llorar” a sus muertos. La sórdida persecución desatada por
las autoridades contra toda ceremonia ñáñiga obligó a asumir estrategias de
conservación ritual y, ante la
dificultad de tener físicamente al difunto, se instituyó un enyoró separado para
que su alma no vagara por el mundo. La propia práctica cotidiana generó que, además
de la despedida que se le da al muerto en la funeraria, se llore luego en el
templo (generalmente en grupos) a través de una fiesta donde se bebe
aguardiente o ron, solo que con un toque musical más apagado gracias a que los
instrumentos se destemplan para que el sonido sea lúgubre.
Revisitar
las prácticas abakuá relacionadas con la muerte, dice mucho en términos
comunicativos e interaccionales, pues las dificultades de las vidas de estas
personas generaron nuevos espacios discursivos, nuevas dinámicas, y expresan
cuánto quieren y pujan por comunicar: amor, odio, desesperación, búsqueda de
espacio negado, cercanía con el creador. Y, ciertamente, las prácticas
culturales, cualquiera sea su signo, explicitan desde la acción creadora y
transformadora el universo simbólico de apropiación frente a una concepción del
mundo.
Fuentes
Cabrera, Lydia. (1958) La Sociedad Secreta Abakuá. Colección Chichericú. Ed. CR.
Céspedes, Laritza, Katia Hernández y Antonio
Infante. (2013) “Ceremonia de enterramiento abakuá en el Cementerio Critóbal
Colón”. Ponencia presentada en el XVII Taller Científico de Antropología Social
y Cultural Afroamericana. Casa de África.
Hevia,
Oilda. (2010) Prácticas religiosas de los
negros en la colonia. La Habana, Instituto de Historia de Cuba.
Baltar Rodríguez, Ana Camila. Más de Sangre que de Sol. Acercamiento a las
prácticas culturales de orden festivo/religioso y asociadas con la muerte,
sustentadas por los sectores negros y mestizos en el espacio público habanero
durante la Tregua Fecunda. Tesis de pregrado para la Licenciatura en Comunicación
Social, 2014.
Torres Zayas, Ramón. (2015) Abakuá (de)codificación de un símbolo.
Panamá, Ed. Aurelia.
Sosa, Enrique. (1982) Los ñáñigos. La Habana, ed. Casa de las Américas.
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